domingo, 13 de diciembre de 2009

Placeres.-

Hay placeres de los cuales cualquiera puede disfrutar. Un buen tema de jazz, una atrapante película de suspenso, un beso dado y recibido como corresponde. Hay placeres que no todos podemos alcanzar. Vivir la toda la vida acompañados de quien nos hace felices, disfrutar de un día en la playa mate, amigos y guitarra de por medio, la sonrisa de quien amamos producida por nosotros. Los placeres suelen ser esquivos y enigmáticos, pero sobre todo, suelen ser mágicos. Una vez sentidos en el alma o en el cuerpo, la persona no vuelve a ser la misma. Desde los tiempos más primitivos, el hombre se ha cansado de organizar su existencia en busca de obtener en su mayor potencia esos placeres. Deportes, artes, relaciones, silencios. Todo lo que parezca que puede acercarnos a esa sensación de plenitud y felicidad es válido, y somos nosotros los que de acuerdo a los caminos que tomemos, elegimos una u otra vía.

Los placeres son anónimos, son únicos e indefinidos. Nadie sabe cuántos pueden existir, cuáles son los que podemos alcanzar, ni cómo hay que manejarlos para que efectivamente nos lleven a esa sensación de irrealidad. En el fondo, todos y cada uno de nosotros, en el mundo real, buscamos las vías de placer para alejarnos de los que nos rodea, llegando a un planeta donde sólo la felicidad existe y la resistencia de la sociedad a dejarnos ser personas completas (porque no lo puede ser ella misma) no encuentra espacio para entrar a nuestras mentes.

Un parlante gritando que fuera nuestro hay un grupo de gente que pudo elegir vivir el sueño; una pantalla que inmediatamente nos contesta a nuestras preguntas que nada es imposible; una mirada que nos agobia y nos nubla la conciencia sobre nuestra necesidad de depender. Despertamos en una realidad onírica, compuesta por aquello que nos saca de contexto, nos elimina las trampas y nos reduce al minimalismo de ser felices.

El placer es un páramo inhóspito que estamos ansiosos de explorar. Cada vez que vemos un claro entre la maleza de nuestra cotidianeidad, tomamos nuestra voluntad afilada y nos encaminamos a alcanzar ese oasis de la realidad. Nos aislamos del grupo, nos separamos del rebaño, nos corremos del camino y buscamos nuestra propia identidad. Aquella identidad que creemos inigualable, que nos hacen creer que es impar, pero que para los de afuera es otra de un montón más.

Alcohol, drogas, sexo, música, pintura, escultura, libros, escribir, cigarros, profesiones, amores que matan, aislamientos, celibatos, adicciones, miedos paralizantes, gritos, psicoanálisis, nocturnidad, promiscuidad, identificación social, promoción de ideales, idealismo, imaginación, victimización, salvataje constante, vivir para los demás, vivir para nosotros, vivir para nuestras familias, nuestro trabajo, ser millonarios, ser multimillonarios, ser famosos, saltar pero atados a la cuerda de seguridad, caminar por la cornisa sin seguridad, saltar de trapecio en trapecio sabiendo que queda todo atrás, amar sin que no amen, estar siempre solo, hacer del sillón nuestro mejor amigo, dejar de hablar.

Como dice una canción, “los días cantan la historia/ del hombre al borde del hombre”. Todos pegados cada vez más unos a los otros, anclados en nuestros puestos, rodeados de personalidades y necesidades y miedos y fantasías. Hablamos, creamos métodos de estar siempre todos cerca y nunca tener que acercarnos. Los placeres son de a uno. Compartir un placer es una mentira. Yo puedo escuchar a los Who con la persona que amo (y que me ama) y disfrutando de una cerveza helada un 22 de febrero a las tres de la tarde tirados en la playa de Cancún. Incluso en esa situación, nunca vamos a compartir los placeres que se superponen. Yo disfruto de su presencia, de saberlo cerca; disfruto de saberme en esa situación ideal mía, lejos de toda realidad, al punto tal de no escuchar a nadie, y de no sentir ni siquiera el calor. Pero ella, la persona a mi lado, no va a poder compartir ese placer conmigo, sencillamente porque no es yo. Su placer va a tener un alcance y un misterio indescriptible para, indefinible, imperiosamente alejado de todo lo que yo pueda sentir.

Me apasiono cuando disfruto del placer que momentáneamente alcanzo, y caigo cada vez desde más alto en cuanto se termina ese momento de plenitud e irrealidad. Por las venas deja de correr ese éxtasis que me concluye y todo a mi alrededor parece incluso más gris y aburrido que antes de disfrutarlo. Todo placer destruye la posibilidad de contentarse. Una vez conocida la saciedad, la felicidad y el goce de saberse completo, uno no puede evitar preguntarse qué queda para alcanzar en este patético escenario sino ese nuevo momento de ensueño.

Circulan por mi cabeza sonidos, letras, palabras, gritos, cantos, mitos y amores. Mi espíritu se rebela a sentir la compleja alucinación de “estar bien”. Los placeres me son esquivos y a veces, incluso, parecen completamente alejados. Son incompresibles y ni con mis manos, ni con mi mente, ni con mi alma puedo tomarlos y quedármelos. Suspiro y con cada aliento se aleja esa impresión de tranquilidad. Trono los dedos y me siento frente a la pantalla, donde todo parece tan simple y a su vez tan impresionantemente mío. Escribo por el placer de liberarme del peso de mi propia percepción. Releo por el placer de sentirme realizada. Disfruto de saberme hábil, de dejar de lado la cotidiana humildad y en la soledad de mi cuarto, mi teclado y mi silencio gozo de sentirme superior. Pongo los puntos que corresponden, y terminado el texto, vuelvo a mi realidad. Soy inocua, inútil fuera del ámbito de mi serenidad y demasiado impotente como para romper las cadenas y correr hasta esa irrealidad. Inmediatamente busco un nuevo placer que me haga “volar”, y no vuelvo a sentirme real hasta que lo encuentro.

Los placeres son siempre amplios, inofensivos, ineptos. Son todos los posibles que querramos idear. Cada uno de nosotros tenemos aquellos placeres que nos resultan tentadores y aquellos que realmente nos pueden hacer viajar a otra libertar. El problema de los placeres es que es sumamente sencillo querer más. Los placeres son momentáneos, pero está en nuestra naturaleza querer transformarlos en permanentes. Quizás no los placeres, pero sí esa integridad y paz que alcanzamos por medio de ellos. En ese punto nos alejamos de nuestra necesidad y nos inmiscuimos en lo que queremos vivir. No podemos diferenciar el antojo de la necesidad, y nos sumergimos en un mar del cual muchas veces no es fácil escapar. Salimos de los placeres sustanciales y nos acercamos a aquellos que para otros son sustanciales, pero que para nosotros nunca habían siquiera accesorios. Es la urgencia de saber si esos nuevos medios también son nuestros medios, o si le corresponden a alguien a nuestro alrededor. Queremos encontrar otros placeres, porque estamos criados en la cantidad (y perdemos de vista el paraíso que pudimos alcanzar).

Aunque parezca inútil, los placeres que nos corresponden se sienten en la piel. Nadie que los busque o los provoque los va a encontrar. Todo a nuestro alrededor goza y nosotros, en nuestra piel, sentimos la nada absoluta. Nada que nos despierte del letargo diario, nada que nos permita escapar. La realidad se torna permanente y entonces buscamos romperla y nada más. Suspendemos las siestas eternas y nos enfocamos terminantemente en tomar, sin preguntas, todo placer que nos parezca alcanzable. No podemos vivir con la idea de no poder correr lejos de nuestra humanidad.

Ansío poder sufrir de la caída del placer. Cuando los placeres que conocíamos se reducen a meras actividades diarias, encontrar la forma de remontarlos en el sentido que tenían resulta un objetivo casi imposible. Uno continúa la rutina diaria y se remonta al recuerdo del placer adquirido, corriendo por el medio de otros placeres que de ningún modo nos acercarán a aquella sensación perdida. La adolescencia social se transforma en propia y no nos deja ver más allá del capricho eventual. Caprichos que se vuelven recurrentes, sucesivos, insostenibles. Caprichos que nos dejan al costado del camino, varados, inconscientes, desarmados y sin ánimos de volver a correr. Si la vida se ha hecho para vivirla, es un refrán que jamás voy a poder entender. Vivir es uno de esos verbos escritos para transformar la realidad, haciéndonos creer que la disfrutamos. Los placeres no nos hacen vivir, de acuerdo a la sociedad. De acuerdo a mí, entonces no es necesario vivir, sino gozar.